Por Marcela Repossi
En esta
casa sólo se puede leer por la tarde, las niñas no pueden jugar con varones,
las mujeres no pueden estudiar y las
jovencitas no pueden estar solas con su novio.
En esta
casa, las mujeres se casan vírgenes.
En esta
casa de Ituzaingó en 1939 nació una intelectual argentina que lee e investiga
sobre cuerpos, sexualidad y deseo; que escribió veintinueve libros; que fue
profesora por más de veinte años en la Universidad de Buenos Aires y dirigió
posgrados por más de diez y es reconocida por su trabajo nacional e
internacionalmente.
En esta
casa de prohibiciones vivió Esther Díaz.
Que estudió
durante treinta años la obra de Michel Foucault.
Que contó,
uno a uno, los hombres con los que tuvo sexo: y llegó a 400.
***
“La idea
del sexo reprimido no es sólo una cuestión de teoría. La afirmación de una
sexualidad que nunca habría sido sometida con tanto rigor como en la edad de la
hipócrita burguesía, atareada y contable, va aparejada al énfasis de un
discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo, a modificar su economía en
lo real, a subvertir la ley que lo rige a cambiar su porvenir.
“Historia
de la sexualidad”. Michel Foucault. 1976.
***
—Desde los once años tengo una pija en la cabeza.
Esther Díaz cruza la pierna, levanta las cejas y agudiza la
voz, como cada vez que quiere resaltar algo. A los setenta y tres años piensa
en el momento en que se empezó a obsesionar con el sexo.
—Sentía una curiosidad insoportable que no me dejaba
hacer otra cosa y aunque no sabía cómo era el sexo, de qué se trataba, vivía
con esa obsesión. Con los años lo supe: en lo que pensaba era en la pija.
A los veintiuno tuvo sexo por primera vez. Fue la noche de
bodas.
Tal como se lo indicaron los padres, llegó virgen al
matrimonio.
***
A los diecisiete años, Esther hacía los quehaceres de la
casa y de vez en cuando ayudaba en el kiosco de diarios de su padre. Por una
vecina supo que Guillermo, su novio de aquellos días, había ido a una fiesta y,
por celos, decidió terminar la relación.
—Quiero ser monja —les dijo a sus padres.
—¡Qué!
—Sí, quiero ordenarme con las benedictinas.
Para ingresar al convento había que pagar diez mil pesos. La
respuesta de los padres de Esther fue terminante: no los vamos a pagar.
Estaba convencida de ser monja, al día siguiente buscó
trabajo en los clasificados del diario Crítica. La tomaron en una mercería en
la calle Florida, trabajó dos meses y juntó la plata para pagarlo.
Los sacrificios no le molestaban, desde niña los había
hecho. Primero ocultándose comida entre la ropa, siempre a escondidas. Quería
parecerse a Jesús y ayunar, entonces a los nueve años casi no comía. Una
especie de anorexia católica. Al tiempo se empezó a pegar en la espalda con un
cinturón de su padre, también a escondidas.
Comidas frugales, cantos gregorianos, diez horas de lecturas
piadosas y oraciones eran parte de la rutina del convento de las benedictinas.
Unos meses después, estaba en la Abadía de Victoria, en la
provincia de Buenos Aires, cuando Negra y Tito, sus padres, la fueron a ver.
Caminaron por las galerías anchas y altas que daban hacia el jardín hasta que
se encontraron. No sabían que la ropa gris de ribetes blancos de las novicias
cubría hasta el rostro, sólo dejaba libre los ojos. Le pidieron llorando que
volviera.
Esther no extrañó ni a su novio Guillermo ni a Ituzaingó.
Pero como parte del sacrificio que debían hacer las religiosas no se prendían
las estufas. El frío fue demasiado y a los tres meses volvió a la casa.
***
Cada semana
Esther llegaba en tren o en remís a la Universidad de Lanús, allí trabajó más
de diez años como directora de la Maestría en Metodología de la Investigación
Científica, daba clases en el doctorado en Filosofía y era conferencista. Pero eso
ya es historia, hace unos meses se jubiló.
Con 73 años
caminaba por los pasillos de la Universidad con zapatillas deportivas blancas a
paso lento y firme, saludaba a quien se cruzara al pasar.
Esther fue
una mujer bella en su juventud. Es flaca, bajita y tiene tetas grandes. Usa el
pelo negro, corto, con permanente peinado hacia arriba y volumen –mucho
volumen–. Para dar clases se maquillaba, como cada vez que tiene un compromiso
social. Tiene la tez muy blanca y sus ojos verdes le resaltan en el contraste
con la piel. Se parece más a la Liz Taylor de sus últimos tiempos que a alguien
que investiga desde hace treinta años.
Defendió su
tesis doctoral en la UBA en 1991 con la obra de Foucault, cuando en el país aún
era un ignoto. Y para los positivistas, que siempre predominaron en la academia
argentina, sólo un filósofo gay, muerto por VIH.
Esther dejó
de estudiar a Hegel cuando descubrió, participando de reuniones y debates con
otros profesores de la UBA, a Michel
Foucault. Fue en los albores de la democracia y desde esa época nunca dejó de
estudiarlo y de escribir en base a los postulados del francés.
***
A los trece
años Esther convenció a sus padres, que le prohibían estudiar por ser mujer,
que la dejaran ir al secundario. Estudió sola durante semanas y dio el examen
para entrar a una escuela Comercial. Unos días después buscó la nota: por tres
puntos no ingresó.
—Señorita,
señorita ¿le pasa algo? —le preguntó un guarda del tren que
la llevaba hasta Ituzaingó.
—No,
nada. Muchas gracias.
Lloraba en
el tren, sabía que en su casa le esperaban reproches, críticas y burlas. Cuando
llegó, y sus padres se enteraron de la noticia, las prohibiciones fueron más
duras: ni estudiar ni volver a leer.
Al poco
tiempo la mandaron a hacer un curso de bordado industrial.
Pasaron
unos años y en Francia se acercaba el mayo del 68, en esa época Esther seguía
viviendo en Ituzaingó.
A los
veinticinco no había hecho el secundario. Estaba lejos de las letras, la música
y la danza, ese mundo intelectual al que quería pertenecer. Su paso por el
convento había fracasado. Se propuso que antes de los treinta iba a ingresar a
la Universidad.
En las
horas previas a que se publicaran los listados, de quienes habían aprobado el
examen de ingreso, Esther se reunió con sus compañeros de estudio en la
confitería enfrente de la facultad de Filosofía de la UBA. Era la sede de
Independencia y La Rioja, donde hoy está Psicología. Tomaron un café mientras
se hacía la hora, estaban nerviosos. Cruzaron la calle y entraron, buscaron el
sector donde pegaban las listas. Recorrió con la vista uno a uno los nombres
hasta que se vio: Díaz, Araceli Esther aprobado.
—Me
corrió un escalofrío por la espalda y me vinieron imágenes a la cabeza de
cuando no ingresé al Comercial de Morón.
***
—Volvé con Guillermo, él te
quiere. Siempre pregunta por vos.
Le dijo varias veces Negra a su hija Esther cuando volvió
del Convento. Hacía poco que estaba de nuevo en Ituzaingó y no tenía nada de lo
que quería. Sólo bordaba, ayudaba en la casa y leía las revistas que sacaba del
kiosco de su padre, con muchísimo cuidado para luego venderlas. Caminaba como
zombi por la casa sin que nada le atrajera. Se reconcilió con Guillermo.
Tenía veintiuno cuando se casaron y Esther, que desde los
once la obsesionaba el sexo, por fin lo
tuvo.
No sabía nada de lo que esa noche iba a pasar. Se quedó
perpleja cuando su marido le ordenó sacarse la ropa con la luz prendida.
Acostumbrada a recibir órdenes en su casa, lo hizo.
—¡Al final esto era! —pensó
con desazón.
Faltaban muchos años para que disfrutara del sexo. Por lo
menos treinta.
***
“A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a
ponerse interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo
pasado. Calenturas insoportables hasta el día del casamiento, sexualidad
matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después, los tiempos del
sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios cuerpos cuando por tradición,
familia y religión te convencieron de que lo correcto es uno solo y para toda
la vida. Hay que lidiar con eso”.Ese fue uno de los párrafos que escribió Esther Díaz en la sección “Mundos íntimos” del diario Clarín el seis de octubre de 2012.
***
Esther supo, con Guillermo,
que el amor no era como decía Bécquer, uno de sus escritores preferidos en esa
época. Soportó que su esposo la golpeara cuando estaba borracho. Habían tenido
dos hijos y sólo con el trabajo de él, de plomero, la plata no les alcanzaba.
Esther decidió estudiar peluquería. Empezó en un salón de una maestra peluquera
con Marta, su hermana menor.
—¡Marta! Traeme champú ¡Dale,
rápido! —le dijo Esther muy nerviosa a su hermana que hacía pocos días la
ayudaba en la peluquería.
Las dos tenían poco más de veinte años, Esther terminaba de
hacer un gran batido y, para dar el toque final, usó mucho spray, así el pelo
no bajaba. Lo hizo, pero el producto largaba un olor insoportable: era kerosén.
La primera en darse cuenta fue la clienta. Confirmaron que efectivamente era
kerosén cuando vieron que el bidón de spray –para rellenar el recipiente–
estaba junto al combustible del lampazo. Le lavaron la cabeza de inmediato y
nada grave pasó, recordó entre risas Esther Díaz.
Al poco tiempo se compró un secador de pie, ruleros y varios
peines y armó un saloncito donde vivía con Guillermo y sus hijos. Luego de dos
años, cuando se separó, alquiló un pequeño lugar en una pinturería al lado del
kiosco de diarios del padre. Lo mantuvo hasta que se recibió de profesora de
Filosofía.
***
Madrugada.
Esther iba en un renó 12 por la rotonda de Paseo Colón, en Capital. Un falcon
la seguía, y dando vueltas por la misma rotonda ella también lo seguía. De vez
en cuando se chocaban despacio.
La sirena
de un patrullero los detuvo, salieron de la rotonda y estacionaron cerca del
móvil policial.
—Me van a tener que acompañar –dijo el policía.
Los dos
conductores se miraron con temor, en esa época en Argentina había vuelto la
dictadura militar y tenían que ir a una comisaría. El conductor del falcon,
Valentín, se subió a su auto; Esther se subió al renó y siguieron al
patrullero.
Cuando
llegaron les preguntaron qué pasaba, por qué se seguían y por qué se chocaban.
—Era una discusión de pareja –explicaron
avergonzados.
Los dejaron
ir. Les dijeron que si se repetía los encerrarían.
Luego de
prometer que no volvería a pasar, pudieron irse.
***
Esther
conoció a Valentín poco tiempo después de separarse de su marido. Era joven,
tenía dos hijos y había vuelto a la casa donde creció. Él vivía cerca de los
padres de Esther, cuando ella quiso empezar el secundario lo fue a ver para que
le diera clases particulares de Castellano.
Además de las clases iniciaron una relación que se extendió
por siete años y se transformó en el culebrón del barrio. El culebrón entre
Esther, la peluquera, la hija del diariero y Valentín, el profesor, el padre de
familia.
En el tiempo que duró la relación viajaron juntos a
escondidas, y casi convivieron en una casa que compró Valentín y puso a nombre
de Esther. Ella hizo el secundario y terminó la carrera universitaria mientras
estaban juntos.
—Fue el único hombre que se
preocupó por mí: mi gran amor.
***
Para Esther, Ituzaingó y el trabajo de peluquera habían
quedado atrás. Apenas terminó de estudiar por un tiempo repartió tizas en
colegios, asesoró en el Indec y dio clases en secundarios; pero ya nada de eso hacía. La relación con
Valentín terminó, vivía en Capital y se sentía de nuevo una mujer libre.
Desde 1979 trabajaba ad-honorem en la Facultad de
Psicología, fue la primera cátedra en la UBA en la que participó. Cuando volvió
la democracia consiguió un cargo como jefa de trabajos prácticos en la
Universidad de Córdoba, y se instaló allí con Daniel, su nuevo novio. Se
conocieron en un congreso de Filosofía y a los pocos meses dejó Buenos Aires
para vivir con él. Una vez a la semana volvía a ver a sus hijos adolescentes y
a dar clases en Psicología.
Daniel, docente en Córdoba, conocía a Delich el interventor
de la UBA designado por nuevo gobierno democrático, y le consiguió una reunión
con él.
Delich la atendió en cinco minutos y la derivó con Patricia
Angel, que se encargaba de lo académico. Charlaron durante una hora y Esther,
con astucia, le expuso una propuesta para dar clases masivas.
“Vos te quedás acá”, contó que le dijo, y la nombraron
adjunta en una de las cátedras de Pensamiento Científico, en el Ciclo Básico
Común –CBC– el preuniversitario de la UBA para ingresar a todas sus carreras.
En menos de un año el titular renunció. Durante ese tiempo
Esther había entrevistado al resto de los profesores que se sumaron a la materia
y llevaba toda la organización, la llamaron desde la dirección del CBC.
—Queremos que seas la
titular.
Casi sin poder creerlo, aceptó.
***
Esther estaba por cumplir cincuenta años. Cuando no escribía
ni estudiaba para su trabajo, una noche típica para ella consistía en juntarse
con sus amigos y salir de reviente, a conseguir sexo.
Una de esas tantas noches Esther salió con sus amigos de la
época: Giordano Bruno –un gordito gay hijo de anarquistas llamado igual al
filósofo– y Elizabeth que era médica. La previa la hicieron en el bar Plaza
Dorrego de San Telmo. Elizabeth se acercó a la barra con la excusa de buscar
cambio y le dijo al encargado del bar que se iban a Cemento, uno de los
boliches más conocidos de la época.
Pasaron unas horas y Esther charlaba con Giordano cuando
apareció el encargado del bar.
—¿Y Elizabeth? –preguntó.
—Se fue hace un ratito, mañana tiene guardia. No sabía que
venías –contestó con algo de asombro.
—¿Tomamos algo? –dijo él.
Su amigo se fue haciéndose el distraído. Esther y el
encargado bailaron con el rock nacional. Sin demasiado preámbulo se fueron
caminando por San Telmo y de nuevo llegaron a Plaza Dorrego. Era la madrugada y
él abrió el bar con sus llaves. Escucharon Pink Floyd, una de las bandas
preferidas de Esther, con las luces apagadas. Se sacaron la ropa. Ella quiso
hacerlo en la barra, siempre tuvo esa fantasía. A él le gustó la idea pero
pidió ponerse sobre ella.
—La tenía tan chiquita que no
sentí nada.
Pasaron más de veinte años de aquél fiasco. Esther lo recuerda
lejos de esas noches de los 80: toma té negro con azúcar y usa zapatillas
blancas, deportivas.
***
A fines de
los 70 muy pocos intelectuales en Argentina estudiaban el pensamiento de Michel
Foucault. Enrique Marí fue uno de los primeros. Además de ser un seguidor del
filósofo francés, se convirtió en la UBA, en un opositor ferviente al
pensamiento positivista en las Ciencias Sociales.
Esther
descubrió a Foucault cuando conoció a Tomás Abraham, quien había estudiado en
Francia y era seguidor de las ideas del filósofo. Quedó fascinada: lo eligió
para su tesis doctoral.
En esa misma época ingresó como
adjunta en Introducción al Pensamiento Científico y al poco tiempo, por la
renuncia del titular, asumió como la responsable.
Tomás
Abraham, en un mail, recordó sobre Esther Díaz: “Solicitó ingresar a mi
cátedra de Filosofía de la Facultad de Psicología en marzo de 1984, sus
antecedentes, si mal no recuerdo, consistían en alguna ayudantía en la misma
facultad durante el Proceso. La condición para que lo hiciera fue la misma que
dispuse para todos: seguir las reuniones en las que expondría textos de un
filósofo -el director del Departamento de Filosofía de la Universidad en la que
estudié: Michel Foucault- que ninguno conocía, y que todos debían estudiar.
Pocos años después el resultado fue el primer libro del
grupo: “Foucault y la ética”, que aún se lee después de cuatro ediciones. Ella
no figuraba como coautora del texto por no haber sido seleccionado su trabajo,
como sí lo fueron los de Hebe Uhart, Alicia Paéz, Christian Ferrer, Edgardo
Chibán y algunos otros escritores de filosofía de inestimable valía.
Un par de años después, reestructuré el grupo, y dejó de
pertenecer a la cátedra. No tuve más contacto con ella. Sé que hizo carrera en
el CBC”.
La amistad entre Esther y Tomás duró poco.
Él al menos la acusó de dos pecados
graves: robar y mentir.
—Ya no
vengas Esther, me robás ideas –recuerda que le dijo por teléfono.
En respuesta a esa disputa, unos
años después, Esther publicó el libro “Ideas robadas”.
Desde entonces Esther Díaz y Tomás
Abraham no se volvieron a hablar.
***
Estudiar a Foucault y leer a Nietzsche —otro de sus preferidos— la marcó profundamente a Esther, no sólo en lo intelectual también en su manera de vivir. De a poco empezó a vencer sus miedos. Dejó de ser la niña de Ituzaingó que tenía prohibido el contacto con hombres, para tener sexo sistemático, compulsivo.
Cerca de
los cuarenta años aceptó que le gustaban los hombres más jóvenes que ella. A
casi todos los que tuvo, desde aquella época, les llevó al menos diez años.
Conocía hombres jóvenes en salidas, sola o con amigos, por la noche porteña,
como era una mujer atractiva no le costaba conseguirlos. Muchas veces se
emborrachaba y terminaba acostándose con algún hombre que no le gustaba. Casi
siempre la dejaron.
Pasaron más
de dos décadas de aquellas noches de sexo y alcohol.
—¿Siempre que tenías sexo lo disfrutabas?
—No.
—¿Y por qué
lo hacías?
Esther
cierra los ojos y se cruza los brazos hacia atrás, para tomarse la espalda.
—Quería que
me abrazaran.
***
Para Esther
Díaz fue más fácil escribir veintinueve libros que tener pareja estable.
Escribir la
sacaba de la angustia. Se abstraía, se olvidaba del mundo y de su pequeño
mundo. Se encerraba durante horas y casi no salía a la calle. Era su refugio.
Cuando escribía, o se preparaba para alguna clase o conferencia importante,
dejaba todo de lado. Incluso el sexo. Se dedicaba obsesivamente a estudiar o a
escribir.
Una noche Luis visitó a Esther en su casa de San Telmo.
Llegó desde Salta, donde vivía. Desde que se conocieron se gustaron, Esther le
llevaba más de veinte años.
A ella le gustó tanto que deseaba verlo con más frecuencia,
pero él venía cada dos o tres meses. Otras veces iba ella, en viajes relámpago,
sólo para tener sexo.
Una noche Esther lo esperó diferente. Se arriesgó y se puso
un arnés a la altura de la vagina con un consolador. A él le gustó y empezaron
a juguetear. Lo penetró.
A partir de ese
momento se vieron con más frecuencia. Un tiempo después terminaron y a Esther
le quedó el juguete. Con setenta y tres años, cuando ya no sale en busca de
hombres ni de sexo, usa un consolador.
***
A principios de los 90 Esther se preparaba
para su tesis doctoral y para concursar la titularidad de la materia que
dictaba como interina en el CBC: Introducción al pensamiento científico. Mario
Heler, compañero y amigo, aspiraba a ser adjunto.
Ganar el concurso de la materia le daría,
a Esther, estabilidad laboral y el reconocimiento académico que siempre quiso.
No salía de noche a buscar sexo compulsivamente. En ese momento, como cada vez
que tenía por delante un desafío académico, lo único importante era escribir y
estudiar. Se preparó durante meses. No estaba tranquila, uno de los miembros
del jurado que la evaluaría era su antagonista filosófico desde que ingresó a
la academia: Gregorio Klimovsky, un referente del positivismo en la UBA.
Los positivistas no consideraban Filosofía
a la obra de Foucault, que era fundamental en la formación de Esther. Internas
típicas del ambiente intelectual del que devienen fanatismos y enfrentamientos
que se prolongan en el tiempo.
Klimovsky, referente de la Filosofía
analítica, fue el presidente del jurado en el concurso de Esther Díaz.
Pasó por una exposición discutida y
tortuosa. Mientras que la de Mario Heler --que tenía el mismo jurado-- fue más
tranquila.
Finalmente el tribunal se expidió. Uno de
los argumentos del dictamen de Esther decía “falta de condiciones intelectuales
y pedagógicas” y declaraba desierto el concurso, que equivale a un reprobado.
El de Mario le daba el concurso por ganado.
***
Luego del concurso fallido Esther recurrió
a un abogado, accedieron a los dos dictámenes: el suyo y el del adjunto, Mario
Heler. En el documento se encontró que la bibliografía usada y los proyectos de
investigación de ambos eran iguales, y a él no lo acusaron como a ella de
“falta de condiciones intelectuales y pedagógicas”. Con ese argumento
impugnaron el concurso. Más de diez años después se hizo de nuevo y esa vez
Esther lo ganó.
El período desde el “bochazo” del concurso
hasta que se volvió a hacer Esther lo vivió con angustia, con desesperación.
Sus miedos habían vuelto, como cuando el
marido le pegaba. Sus colegas no la saludaban cuando se los cruzaba. Se sentía
degradada, juzgada e ignorada. Se sentía de nuevo la chica de Ituzaingó. Se
sentía la hija del diariero.
***
“Atenuantes tecnológicos” es el eufemismo
que Esther Díaz usa para hablar de las cirugías estéticas que se hizo: dos
lifting e implantes mamarios. Ya perdió la cuenta de las veces que se inyectó
botox. Siempre le importó estar bien arreglada y sentirse linda. Ser peluquera,
en el fondo, nunca le molestó.
Del tránsito hacia la vejez no salió
ilesa. Pasó por varias crisis pero una, tal vez la peor, casi la llevó a la
muerte.
En una noche de alcohol y marihuana que
compartía con Mario Heler, el adjunto de la cátedra y la pareja de él, un
muchacho bastante menor, comenzaron con una discusión exaltada. Esther tomó la
cartera y conteniendo el llanto, se fue a su casa.Apenas llegó se sacó la ropa,
se metió en la bañera y tomó lexotanil. Muchos. No recuerda cuántos. Sólo
quería y necesitaba olvidarse de todo: el concurso, las parejas que no fueron,
las traiciones de los amigos y sus cincuenta años. Tampoco recuerda que fue a
su cama y se quedó dormida. Que dejó la puerta sin trabar. Que Mario entró con
su propia llave y llamó a la ambulancia que la llevó al hospital.
Estuvo inconsciente al menos una semana,
le contaron. Cuando se despertó estaba atada y confundida. Con los días lo
supo: había querido matarse.
Luego vino la recuperación. Intensificó
las visitas al analista y empezó un tratamiento para recuperarse del estómago.
“Klimovsky me lo destruyó”, de eso está convencida. Algunos meses después
volvió a las clases en el CBC.
***
Esther daba clases en la UBA con un remera de Pink Floyd,
una de sus bandas favoritas. La había comprado en Londres un par de años
después del último recital. En esa época usaba pantalones de cuero negro, el
pelo corto y con volumen y complementaba con accesorios que hacían juego. Su
estilo estaba entre el punk y el rock, a veces se vestía así para dar clases,
otras para salir por las noches.
El rock nacional también le gustaba, Los Redonditos de
Ricota, Memphis la Blusera, Sumo, Divididos y Las Pelotas eran sus preferidos
cuando conoció a Roberto, a los dos les gustaba el rock.
Roberto tenía 26 años menos que ella. Se conocieron en
Cemento, un lugar que desde que se mudó a Capital Esther siempre frecuentó.
Nunca intentaron vivir juntos, con poco más de cincuenta años ella creía que
las relaciones cama afuera funcionaban mejor.
Compartieron algunas vacaciones en familia y hasta algún
viaje. Roberto no tenía trabajo fijo, vivía de changas, casi siempre los gastos
los pagaba Esther.
Mientras fueron novios al menos tres veces lo sacó de la
comisaría.
—Nunca fue algo grave: lo encontraban en la esquina tomando
cerveza con otros muchachos. Una vez me llamó, yo venía de hablar en un
programa de televisión y estaba muy arreglada. Fui así a buscarlo. Apenas
llegué los milicos me dijeron: “¿qué necesita señora? Espere por acá por
favor”. No pasaron ni diez minutos y me fui con Roberto. Desde ahí aprendí que
para sacar rápido a alguien de la cana las apariencias son importantísimas.
Estuvieron juntos nueve años. Un día Roberto la dejó.
***
Wanda, la nieta de Esther, es una chica curiosa y bohemia. A
sus veintitrés años, como muchos jóvenes, recorría la ciudad en bicicleta.
Estaba en el tercer año de Diseño de indumentaria en la UBA y trabajaba en la
boletería de un teatro under.
—Yo la veo ahora mucho mejor a la abuela.
—¿Mejor?
—Sí. Mejor desde que asumió su edad.
—¿Y antes cómo era?
—Y…es como que no aceptaba que estaba vieja, se hacía
cirugías todo el tiempo y como que ahora se relajó.
—¿Cómo se relajó?
—Cuando se fue a Medio Oriente la acompañé al aeropuerto, y
en cambio de quejarse
como hacía antes
cuando la trataban de vieja usó todos los servicios para jubilados ¡hasta la
silla de ruedas!
A los sesenta y cinco años Esther recibió en su casa el
telegrama de cese de actividades en la UBA: le llegó la jubilación. No le gustó
pero lo tuvo que aceptar. Los papeles le llevaron casi tres años. Cada uno de
los retirados debe hacerlos por su propia cuenta, y durante ese período no
cobra. Cuando están listos reciben el pago todo junto, Esther cobró a los
sesenta y siete. Llevó directo el cheque a un cirujano plástico y se puso
implantes mamarios.
***
Vestida de jeans, zapatillas y saco negro. Bajita y de
espalda encorvada. De perfil se nota la nariz puntiaguda y el pelo sigue peinado
hacia arriba. Ya no se la ve como la profe rockera de los 90. Los años se le
notan en el cuerpo y en la piel.
Así se la veía a Esther Díaz en unas fotos dando clases en
Brasil como profesora invitada, estaba cerca de los setenta y cinco años.
—La última cirugía que se hizo Esther la desfiguró. —Contó
por esos días Eduardo, uno de sus ex compañeros en la cátedra de la UBA.
Para hablar Esther gesticula, levanta las cejas y se
acompaña con las manos. Su cara se vé rara, eso es innegable. En una clase, en
el medio de un tema complejo, dice malas palabras, ironiza y hace chistes.
—La primera vez que la vi a Esther Díaz se despidió de la
clase haciendo un paso de tango. Yo era un adolescente del conurbano tratando
de ser estudiante de Filosofía. —Eso recordó
Flavio Rapisardi, docente y activista gay, quien fue su
alumno en el CBC.
—Sus clases eran un rompedero de cabezas.
***
No todas
las noches eran de reviente y rock and roll para Esther, algunas iba a leer o a
corregir en lugares donde circulaban bohemios o intelectuales: el viejo café La
Paz estuvo entre esos sitios.
Siempre
quiso conseguir pareja estable, por eso pululaba por allí.
Una de esas
noches conoció a un muchacho al menos veinte años menor que ella. Era un
viernes y se quedaron charlando hasta la madrugada en una mesa del café. En un
momento él dijo:
— ¿Mañana
qué hacés?
—Nada.
—¿Vamos a
Mar del Plata?
Pasó por su
casa a dejar una notita para sus hijos adolescentes. Armó un bolso y se fueron.
Cuando volvieron él le preguntó si podía vivir en su casa.
—Claro —respondió ella.
La historia
duró sólo unos meses, como con tantos otros que la dejaron.
***
A Esther
Bariloche le gusta en verano. En invierno hace demasiado frío y no lo disfruta.
Por eso en
las vacaciones del 2013 se fue para allá. Sola, como le gusta viajar.
Paseó por
la ciudad y fue al cerro Catedral. El tercer día contrató un remís para ir a
Villa la Angostura.
La pasó a
buscar temprano. Se puso anteojos de sol, camisola blanca, jeans y zapatillas
deportivas. Se sentó adelante y empezaron a charlar.
El tour no
incluía conocer los lagos y senderos poco difundidos al turismo tradicional.
Pero Hans –el remisero– la llevó por allí. Luego de más de seis horas llegaron
a La Angostura.
Caminaron
juntos, siguieron charlando, se rieron. Frente a las montañas se besaron.
Volvieron a
Bariloche y fueron directo al hotel Llao-Llao, donde se hospedaba.
—El viaje
que iba a ser de tres horas terminó siendo de once. Pasamos dos días
maravillosos. ¡Le encantaron mis tetas! –contó.
Esther estuvo
ocho años sin tener sexo. Desde que se puso implantes mamarios, a los sesenta y
siete, no se había acostado con ningún hombre.
*Publicado en "Crónicas Interiores. Historias contadas desde adentro"
*Publicado en "Crónicas Interiores. Historias contadas desde adentro"