sábado, 18 de junio de 2016

Esther Díaz: sexo, academia y rock and roll*





Por Marcela Repossi


En esta casa sólo se puede leer por la tarde, las niñas no pueden jugar con varones, las mujeres no pueden estudiar y  las jovencitas no pueden estar solas con su novio.

En esta casa, las mujeres se casan vírgenes.

En esta casa de Ituzaingó en 1939 nació una intelectual argentina que lee e investiga sobre cuerpos, sexualidad y deseo; que escribió veintinueve libros; que fue profesora por más de veinte años en la Universidad de Buenos Aires y dirigió posgrados por más de diez y es reconocida por su trabajo nacional e internacionalmente.

En esta casa de prohibiciones vivió Esther Díaz.

Que estudió durante treinta años la obra de Michel Foucault.

Que contó, uno a uno, los hombres con los que tuvo sexo: y llegó a 400.

***

“La idea del sexo reprimido no es sólo una cuestión de teoría. La afirmación de una sexualidad que nunca habría sido sometida con tanto rigor como en la edad de la hipócrita burguesía, atareada y contable, va aparejada al énfasis de un discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo, a modificar su economía en lo real, a subvertir la ley que lo rige a cambiar su porvenir.

“Historia de la sexualidad”. Michel Foucault. 1976.

***

Desde los once años tengo una pija en la cabeza.

Esther Díaz cruza la pierna, levanta las cejas y agudiza la voz, como cada vez que quiere resaltar algo. A los setenta y tres años piensa en el momento en que se empezó a obsesionar con el sexo.

Sentía una curiosidad insoportable que no me dejaba hacer otra cosa y aunque no sabía cómo era el sexo, de qué se trataba, vivía con esa obsesión. Con los años lo supe: en lo que pensaba era en la pija.

A los veintiuno tuvo sexo por primera vez. Fue la noche de bodas.

Tal como se lo indicaron los padres, llegó virgen al matrimonio.


***

A los diecisiete años, Esther hacía los quehaceres de la casa y de vez en cuando ayudaba en el kiosco de diarios de su padre. Por una vecina supo que Guillermo, su novio de aquellos días, había ido a una fiesta y, por celos, decidió terminar la relación.

Quiero ser monja —les dijo a sus padres.
¡Qué!
Sí, quiero ordenarme con las benedictinas.

Para ingresar al convento había que pagar diez mil pesos. La respuesta de los padres de Esther fue terminante: no los vamos a pagar.
Estaba convencida de ser monja, al día siguiente buscó trabajo en los clasificados del diario Crítica. La tomaron en una mercería en la calle Florida, trabajó dos meses y juntó la plata para pagarlo.

Los sacrificios no le molestaban, desde niña los había hecho. Primero ocultándose comida entre la ropa, siempre a escondidas. Quería parecerse a Jesús y ayunar, entonces a los nueve años casi no comía. Una especie de anorexia católica. Al tiempo se empezó a pegar en la espalda con un cinturón de su padre, también a escondidas.  

Comidas frugales, cantos gregorianos, diez horas de lecturas piadosas y oraciones eran parte de la rutina del convento de las benedictinas.

Unos meses después, estaba en la Abadía de Victoria, en la provincia de Buenos Aires, cuando Negra y Tito, sus padres, la fueron a ver. Caminaron por las galerías anchas y altas que daban hacia el jardín hasta que se encontraron. No sabían que la ropa gris de ribetes blancos de las novicias cubría hasta el rostro, sólo dejaba libre los ojos. Le pidieron llorando que volviera.
Esther no extrañó ni a su novio Guillermo ni a Ituzaingó. Pero como parte del sacrificio que debían hacer las religiosas no se prendían las estufas. El frío fue demasiado y a los tres meses volvió a la casa.

***

Cada semana Esther llegaba en tren o en remís a la Universidad de Lanús, allí trabajó más de diez años como directora de la Maestría en Metodología de la Investigación Científica, daba clases en el doctorado en Filosofía y era conferencista. Pero eso ya es historia, hace unos meses se jubiló.
Con 73 años caminaba por los pasillos de la Universidad con zapatillas deportivas blancas a paso lento y firme, saludaba a quien se cruzara al pasar.
Esther fue una mujer bella en su juventud. Es flaca, bajita y tiene tetas grandes. Usa el pelo negro, corto, con permanente peinado hacia arriba y volumen –mucho volumen–. Para dar clases se maquillaba, como cada vez que tiene un compromiso social. Tiene la tez muy blanca y sus ojos verdes le resaltan en el contraste con la piel. Se parece más a la Liz Taylor de sus últimos tiempos que a alguien que investiga desde hace treinta años.
Defendió su tesis doctoral en la UBA en 1991 con la obra de Foucault, cuando en el país aún era un ignoto. Y para los positivistas, que siempre predominaron en la academia argentina, sólo un filósofo gay, muerto por VIH.
Esther dejó de estudiar a Hegel cuando descubrió, participando de reuniones y debates con otros profesores de la UBA,  a Michel Foucault. Fue en los albores de la democracia y desde esa época nunca dejó de estudiarlo y de escribir en base a los postulados del francés.


***

A los trece años Esther convenció a sus padres, que le prohibían estudiar por ser mujer, que la dejaran ir al secundario. Estudió sola durante semanas y dio el examen para entrar a una escuela Comercial. Unos días después buscó la nota: por tres puntos no ingresó.

Señorita, señorita ¿le pasa algo? le preguntó un guarda del tren que la llevaba hasta Ituzaingó.

No, nada. Muchas gracias.

Lloraba en el tren, sabía que en su casa le esperaban reproches, críticas y burlas. Cuando llegó, y sus padres se enteraron de la noticia, las prohibiciones fueron más duras: ni estudiar ni volver a leer.
Al poco tiempo la mandaron a hacer un curso de bordado industrial.

Pasaron unos años y en Francia se acercaba el mayo del 68, en esa época Esther seguía viviendo en Ituzaingó.
A los veinticinco no había hecho el secundario. Estaba lejos de las letras, la música y la danza, ese mundo intelectual al que quería pertenecer. Su paso por el convento había fracasado. Se propuso que antes de los treinta iba a ingresar a la Universidad.

En las horas previas a que se publicaran los listados, de quienes habían aprobado el examen de ingreso, Esther se reunió con sus compañeros de estudio en la confitería enfrente de la facultad de Filosofía de la UBA. Era la sede de Independencia y La Rioja, donde hoy está Psicología. Tomaron un café mientras se hacía la hora, estaban nerviosos. Cruzaron la calle y entraron, buscaron el sector donde pegaban las listas. Recorrió con la vista uno a uno los nombres hasta que se vio: Díaz, Araceli Esther aprobado.

Me corrió un escalofrío por la espalda y me vinieron imágenes a la cabeza de cuando no ingresé al Comercial de Morón.


***

—Volvé con Guillermo, él te quiere. Siempre pregunta por vos.
Le dijo varias veces Negra a su hija Esther cuando volvió del Convento. Hacía poco que estaba de nuevo en Ituzaingó y no tenía nada de lo que quería. Sólo bordaba, ayudaba en la casa y leía las revistas que sacaba del kiosco de su padre, con muchísimo cuidado para luego venderlas. Caminaba como zombi por la casa sin que nada le atrajera. Se reconcilió con Guillermo.
Tenía veintiuno cuando se casaron y Esther, que desde los once la obsesionaba el sexo, por fin  lo tuvo.
No sabía nada de lo que esa noche iba a pasar. Se quedó perpleja cuando su marido le ordenó sacarse la ropa con la luz prendida. Acostumbrada a recibir órdenes en su casa, lo hizo.

—¡Al final esto era! —pensó con desazón.

Faltaban muchos años para que disfrutara del sexo. Por lo menos treinta.

***
“A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a ponerse interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo pasado. Calenturas insoportables hasta el día del casamiento, sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después, los tiempos del sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios cuerpos cuando por tradición, familia y religión te convencieron de que lo correcto es uno solo y para toda la vida. Hay que lidiar con eso”.
Ese fue uno de los párrafos que escribió Esther Díaz en la sección “Mundos íntimos” del diario Clarín el seis de octubre de 2012.
***
Esther supo, con Guillermo, que el amor no era como decía Bécquer, uno de sus escritores preferidos en esa época. Soportó que su esposo la golpeara cuando estaba borracho. Habían tenido dos hijos y sólo con el trabajo de él, de plomero, la plata no les alcanzaba. Esther decidió estudiar peluquería. Empezó en un salón de una maestra peluquera con Marta, su hermana menor.

—¡Marta! Traeme champú ¡Dale, rápido! —le dijo Esther muy nerviosa a su hermana que hacía pocos días la ayudaba en la peluquería.

Las dos tenían poco más de veinte años, Esther terminaba de hacer un gran batido y, para dar el toque final, usó mucho spray, así el pelo no bajaba. Lo hizo, pero el producto largaba un olor insoportable: era kerosén. La primera en darse cuenta fue la clienta. Confirmaron que efectivamente era kerosén cuando vieron que el bidón de spray –para rellenar el recipiente– estaba junto al combustible del lampazo. Le lavaron la cabeza de inmediato y nada grave pasó, recordó entre risas Esther Díaz.


Al poco tiempo se compró un secador de pie, ruleros y varios peines y armó un saloncito donde vivía con Guillermo y sus hijos. Luego de dos años, cuando se separó, alquiló un pequeño lugar en una pinturería al lado del kiosco de diarios del padre. Lo mantuvo hasta que se recibió de profesora de Filosofía.

***

Madrugada. Esther iba en un renó 12 por la rotonda de Paseo Colón, en Capital. Un falcon la seguía, y dando vueltas por la misma rotonda ella también lo seguía. De vez en cuando se chocaban despacio.

La sirena de un patrullero los detuvo, salieron de la rotonda y estacionaron cerca del móvil policial.

Me van a tener que acompañar –dijo el policía.

Los dos conductores se miraron con temor, en esa época en Argentina había vuelto la dictadura militar y tenían que ir a una comisaría. El conductor del falcon, Valentín, se subió a su auto; Esther se subió al renó y siguieron al patrullero.

Cuando llegaron les preguntaron qué pasaba, por qué se seguían y por qué se chocaban.

Era una discusión de pareja –explicaron avergonzados.

Los dejaron ir. Les dijeron que si se repetía los encerrarían.
Luego de prometer que no volvería a pasar, pudieron irse.


***

Esther conoció a Valentín poco tiempo después de separarse de su marido. Era joven, tenía dos hijos y había vuelto a la casa donde creció. Él vivía cerca de los padres de Esther, cuando ella quiso empezar el secundario lo fue a ver para que le diera clases particulares de Castellano.
Además de las clases iniciaron una relación que se extendió por siete años y se transformó en el culebrón del barrio. El culebrón entre Esther, la peluquera, la hija del diariero y Valentín, el profesor, el padre de familia.
En el tiempo que duró la relación viajaron juntos a escondidas, y casi convivieron en una casa que compró Valentín y puso a nombre de Esther. Ella hizo el secundario y terminó la carrera universitaria mientras estaban juntos.

—Fue el único hombre que se preocupó por mí: mi gran amor.


***

Para Esther, Ituzaingó y el trabajo de peluquera habían quedado atrás. Apenas terminó de estudiar por un tiempo repartió tizas en colegios, asesoró en el Indec y dio clases en secundarios;  pero ya nada de eso hacía. La relación con Valentín terminó, vivía en Capital y se sentía de nuevo una mujer libre.

Desde 1979 trabajaba ad-honorem en la Facultad de Psicología, fue la primera cátedra en la UBA en la que participó. Cuando volvió la democracia consiguió un cargo como jefa de trabajos prácticos en la Universidad de Córdoba, y se instaló allí con Daniel, su nuevo novio. Se conocieron en un congreso de Filosofía y a los pocos meses dejó Buenos Aires para vivir con él. Una vez a la semana volvía a ver a sus hijos adolescentes y a dar clases en Psicología.

Daniel, docente en Córdoba, conocía a Delich el interventor de la UBA designado por nuevo gobierno democrático, y le consiguió una reunión con él.

Delich la atendió en cinco minutos y la derivó con Patricia Angel, que se encargaba de lo académico. Charlaron durante una hora y Esther, con astucia, le expuso una propuesta para dar clases masivas.

“Vos te quedás acá”, contó que le dijo, y la nombraron adjunta en una de las cátedras de Pensamiento Científico, en el Ciclo Básico Común –CBC– el preuniversitario de la UBA para ingresar a todas sus carreras.

En menos de un año el titular renunció. Durante ese tiempo Esther había entrevistado al resto de los profesores que se sumaron a la materia y llevaba toda la organización, la llamaron desde la dirección del CBC.

—Queremos que seas la titular.

Casi sin poder creerlo, aceptó.

***

Esther estaba por cumplir cincuenta años. Cuando no escribía ni estudiaba para su trabajo, una noche típica para ella consistía en juntarse con sus amigos y salir de reviente, a conseguir sexo.
Una de esas tantas noches Esther salió con sus amigos de la época: Giordano Bruno –un gordito gay hijo de anarquistas llamado igual al filósofo– y Elizabeth que era médica. La previa la hicieron en el bar Plaza Dorrego de San Telmo. Elizabeth se acercó a la barra con la excusa de buscar cambio y le dijo al encargado del bar que se iban a Cemento, uno de los boliches más conocidos de la época.
Pasaron unas horas y Esther charlaba con Giordano cuando apareció el encargado del bar.

—¿Y Elizabeth? –preguntó.
—Se fue hace un ratito, mañana tiene guardia. No sabía que venías –contestó con algo de asombro.
—¿Tomamos algo? –dijo él.

Su amigo se fue haciéndose el distraído. Esther y el encargado bailaron con el rock nacional. Sin demasiado preámbulo se fueron caminando por San Telmo y de nuevo llegaron a Plaza Dorrego. Era la madrugada y él abrió el bar con sus llaves. Escucharon Pink Floyd, una de las bandas preferidas de Esther, con las luces apagadas. Se sacaron la ropa. Ella quiso hacerlo en la barra, siempre tuvo esa fantasía. A él le gustó la idea pero pidió ponerse sobre ella.

—La tenía tan chiquita que no sentí nada.

Pasaron más de veinte años de aquél fiasco. Esther lo recuerda lejos de esas noches de los 80: toma té negro con azúcar y usa zapatillas blancas, deportivas.


***

A fines de los 70 muy pocos intelectuales en Argentina estudiaban el pensamiento de Michel Foucault. Enrique Marí fue uno de los primeros. Además de ser un seguidor del filósofo francés, se convirtió en la UBA, en un opositor ferviente al pensamiento positivista en las Ciencias Sociales.

Esther descubrió a Foucault cuando conoció a Tomás Abraham, quien había estudiado en Francia y era seguidor de las ideas del filósofo. Quedó fascinada: lo eligió para su tesis doctoral.

En esa misma época ingresó como adjunta en Introducción al Pensamiento Científico y al poco tiempo, por la renuncia del titular, asumió como la responsable.
Tomás Abraham, en un mail, recordó sobre Esther Díaz: “Solicitó ingresar a mi cátedra de Filosofía de la Facultad de Psicología en marzo de 1984, sus antecedentes, si mal no recuerdo, consistían en alguna ayudantía en la misma facultad durante el Proceso. La condición para que lo hiciera fue la misma que dispuse para todos: seguir las reuniones en las que expondría textos de un filósofo -el director del Departamento de Filosofía de la Universidad en la que estudié: Michel Foucault- que ninguno conocía, y que todos debían estudiar.
Pocos años después el resultado fue el primer libro del grupo: “Foucault y la ética”, que aún se lee después de cuatro ediciones. Ella no figuraba como coautora del texto por no haber sido seleccionado su trabajo, como sí lo fueron los de Hebe Uhart, Alicia Paéz, Christian Ferrer, Edgardo Chibán y algunos otros escritores de filosofía de inestimable valía.
Un par de años después, reestructuré el grupo, y dejó de pertenecer a la cátedra. No tuve más contacto con ella. Sé que hizo carrera en el CBC”.

La amistad entre Esther y Tomás duró poco.
Él al menos la acusó de dos pecados graves: robar y mentir.

—Ya no vengas Esther, me robás ideas –recuerda que le dijo por teléfono.

En respuesta a esa disputa, unos años después, Esther publicó el libro “Ideas robadas”.
Desde entonces Esther Díaz y Tomás Abraham no se volvieron a hablar.


***

Estudiar a Foucault y leer a Nietzsche otro de sus preferidos la marcó profundamente a Esther, no sólo en lo intelectual también en su manera de vivir. De a poco empezó a vencer sus miedos. Dejó de ser la niña de Ituzaingó que tenía prohibido el contacto con hombres, para tener sexo sistemático, compulsivo.
Cerca de los cuarenta años aceptó que le gustaban los hombres más jóvenes que ella. A casi todos los que tuvo, desde aquella época, les llevó al menos diez años. Conocía hombres jóvenes en salidas, sola o con amigos, por la noche porteña, como era una mujer atractiva no le costaba conseguirlos. Muchas veces se emborrachaba y terminaba acostándose con algún hombre que no le gustaba. Casi siempre la dejaron.

Pasaron más de dos décadas de aquellas noches de sexo y alcohol.

—¿Siempre que tenías sexo lo disfrutabas?
—No.
¿Y por qué lo hacías?

Esther cierra los ojos y se cruza los brazos hacia atrás, para tomarse la espalda.

Quería que me abrazaran.

***

Para Esther Díaz fue más fácil escribir veintinueve libros que tener pareja estable.
Escribir la sacaba de la angustia. Se abstraía, se olvidaba del mundo y de su pequeño mundo. Se encerraba durante horas y casi no salía a la calle. Era su refugio. Cuando escribía, o se preparaba para alguna clase o conferencia importante, dejaba todo de lado. Incluso el sexo. Se dedicaba obsesivamente a estudiar o a escribir.
Una noche Luis visitó a Esther en su casa de San Telmo. Llegó desde Salta, donde vivía. Desde que se conocieron se gustaron, Esther le llevaba más de veinte años.
A ella le gustó tanto que deseaba verlo con más frecuencia, pero él venía cada dos o tres meses. Otras veces iba ella, en viajes relámpago, sólo para tener sexo.
Una noche Esther lo esperó diferente. Se arriesgó y se puso un arnés a la altura de la vagina con un consolador. A él le gustó y empezaron a juguetear. Lo penetró.
A partir de ese momento se vieron con más frecuencia. Un tiempo después terminaron y a Esther le quedó el juguete. Con setenta y tres años, cuando ya no sale en busca de hombres ni de sexo, usa un consolador.
***
A principios de los 90 Esther se preparaba para su tesis doctoral y para concursar la titularidad de la materia que dictaba como interina en el CBC: Introducción al pensamiento científico. Mario Heler, compañero y amigo, aspiraba a ser adjunto.
Ganar el concurso de la materia le daría, a Esther, estabilidad laboral y el reconocimiento académico que siempre quiso. No salía de noche a buscar sexo compulsivamente. En ese momento, como cada vez que tenía por delante un desafío académico, lo único importante era escribir y estudiar. Se preparó durante meses. No estaba tranquila, uno de los miembros del jurado que la evaluaría era su antagonista filosófico desde que ingresó a la academia: Gregorio Klimovsky, un referente del positivismo en la UBA.
Los positivistas no consideraban Filosofía a la obra de Foucault, que era fundamental en la formación de Esther. Internas típicas del ambiente intelectual del que devienen fanatismos y enfrentamientos que se prolongan en el tiempo.
Klimovsky, referente de la Filosofía analítica, fue el presidente del jurado en el concurso de Esther Díaz.
Pasó por una exposición discutida y tortuosa. Mientras que la de Mario Heler --que tenía el mismo jurado-- fue más tranquila.
Finalmente el tribunal se expidió. Uno de los argumentos del dictamen de Esther decía “falta de condiciones intelectuales y pedagógicas” y declaraba desierto el concurso, que equivale a un reprobado. El de Mario le daba el concurso por ganado.

***
Luego del concurso fallido Esther recurrió a un abogado, accedieron a los dos dictámenes: el suyo y el del adjunto, Mario Heler. En el documento se encontró que la bibliografía usada y los proyectos de investigación de ambos eran iguales, y a él no lo acusaron como a ella de “falta de condiciones intelectuales y pedagógicas”. Con ese argumento impugnaron el concurso. Más de diez años después se hizo de nuevo y esa vez Esther lo ganó.
El período desde el “bochazo” del concurso hasta que se volvió a hacer Esther lo vivió con angustia, con desesperación.
Sus miedos habían vuelto, como cuando el marido le pegaba. Sus colegas no la saludaban cuando se los cruzaba. Se sentía degradada, juzgada e ignorada. Se sentía de nuevo la chica de Ituzaingó. Se sentía la hija del diariero.
***
“Atenuantes tecnológicos” es el eufemismo que Esther Díaz usa para hablar de las cirugías estéticas que se hizo: dos lifting e implantes mamarios. Ya perdió la cuenta de las veces que se inyectó botox. Siempre le importó estar bien arreglada y sentirse linda. Ser peluquera, en el fondo, nunca le molestó.
Del tránsito hacia la vejez no salió ilesa. Pasó por varias crisis pero una, tal vez la peor, casi la llevó a la muerte.
En una noche de alcohol y marihuana que compartía con Mario Heler, el adjunto de la cátedra y la pareja de él, un muchacho bastante menor, comenzaron con una discusión exaltada. Esther tomó la cartera y conteniendo el llanto, se fue a su casa.Apenas llegó se sacó la ropa, se metió en la bañera y tomó lexotanil. Muchos. No recuerda cuántos. Sólo quería y necesitaba olvidarse de todo: el concurso, las parejas que no fueron, las traiciones de los amigos y sus cincuenta años. Tampoco recuerda que fue a su cama y se quedó dormida. Que dejó la puerta sin trabar. Que Mario entró con su propia llave y llamó a la ambulancia que la llevó al hospital.
Estuvo inconsciente al menos una semana, le contaron. Cuando se despertó estaba atada y confundida. Con los días lo supo: había querido matarse.
Luego vino la recuperación. Intensificó las visitas al analista y empezó un tratamiento para recuperarse del estómago. “Klimovsky me lo destruyó”, de eso está convencida. Algunos meses después volvió a las clases en el CBC.
***

Esther daba clases en la UBA con un remera de Pink Floyd, una de sus bandas favoritas. La había comprado en Londres un par de años después del último recital. En esa época usaba pantalones de cuero negro, el pelo corto y con volumen y complementaba con accesorios que hacían juego. Su estilo estaba entre el punk y el rock, a veces se vestía así para dar clases, otras para salir por las noches.
El rock nacional también le gustaba, Los Redonditos de Ricota, Memphis la Blusera, Sumo, Divididos y Las Pelotas eran sus preferidos cuando conoció a Roberto, a los dos les gustaba el rock.
Roberto tenía 26 años menos que ella. Se conocieron en Cemento, un lugar que desde que se mudó a Capital Esther siempre frecuentó. Nunca intentaron vivir juntos, con poco más de cincuenta años ella creía que las relaciones cama afuera funcionaban mejor.
Compartieron algunas vacaciones en familia y hasta algún viaje. Roberto no tenía trabajo fijo, vivía de changas, casi siempre los gastos los pagaba Esther.
Mientras fueron novios al menos tres veces lo sacó de la comisaría.

—Nunca fue algo grave: lo encontraban en la esquina tomando cerveza con otros muchachos. Una vez me llamó, yo venía de hablar en un programa de televisión y estaba muy arreglada. Fui así a buscarlo. Apenas llegué los milicos me dijeron: “¿qué necesita señora? Espere por acá por favor”. No pasaron ni diez minutos y me fui con Roberto. Desde ahí aprendí que para sacar rápido a alguien de la cana las apariencias son importantísimas.

Estuvieron juntos nueve años. Un día Roberto la dejó.

***

Wanda, la nieta de Esther, es una chica curiosa y bohemia. A sus veintitrés años, como muchos jóvenes, recorría la ciudad en bicicleta. Estaba en el tercer año de Diseño de indumentaria en la UBA y trabajaba en la boletería de un teatro under.

—Yo la veo ahora mucho mejor a la abuela.
—¿Mejor?
—Sí. Mejor desde que asumió su edad.
—¿Y antes cómo era?
—Y…es como que no aceptaba que estaba vieja, se hacía cirugías todo el tiempo y como que ahora se relajó.
—¿Cómo se relajó?
—Cuando se fue a Medio Oriente la acompañé al aeropuerto, y en cambio de quejarse
 como hacía antes cuando la trataban de vieja usó todos los servicios para jubilados ¡hasta la silla de ruedas!

A los sesenta y cinco años Esther recibió en su casa el telegrama de cese de actividades en la UBA: le llegó la jubilación. No le gustó pero lo tuvo que aceptar. Los papeles le llevaron casi tres años. Cada uno de los retirados debe hacerlos por su propia cuenta, y durante ese período no cobra. Cuando están listos reciben el pago todo junto, Esther cobró a los sesenta y siete. Llevó directo el cheque a un cirujano plástico y se puso implantes mamarios.


***

Vestida de jeans, zapatillas y saco negro. Bajita y de espalda encorvada. De perfil se nota la nariz puntiaguda y el pelo sigue peinado hacia arriba. Ya no se la ve como la profe rockera de los 90. Los años se le notan en el cuerpo y en la piel.
Así se la veía a Esther Díaz en unas fotos dando clases en Brasil como profesora invitada, estaba cerca de los setenta y cinco años.

—La última cirugía que se hizo Esther la desfiguró. —Contó por esos días Eduardo, uno de sus ex compañeros en la cátedra de la UBA.

Para hablar Esther gesticula, levanta las cejas y se acompaña con las manos. Su cara se vé rara, eso es innegable. En una clase, en el medio de un tema complejo, dice malas palabras, ironiza y hace chistes.

—La primera vez que la vi a Esther Díaz se despidió de la clase haciendo un paso de tango. Yo era un adolescente del conurbano tratando de ser estudiante de Filosofía. —Eso recordó
Flavio Rapisardi, docente y activista gay, quien fue su alumno en el CBC.

—Sus clases eran un rompedero de cabezas.


***

No todas las noches eran de reviente y rock and roll para Esther, algunas iba a leer o a corregir en lugares donde circulaban bohemios o intelectuales: el viejo café La Paz estuvo entre esos sitios.
Siempre quiso conseguir pareja estable, por eso pululaba por allí.
Una de esas noches conoció a un muchacho al menos veinte años menor que ella. Era un viernes y se quedaron charlando hasta la madrugada en una mesa del café. En un momento él dijo:

¿Mañana qué hacés?
Nada.
¿Vamos a Mar del Plata?

Pasó por su casa a dejar una notita para sus hijos adolescentes. Armó un bolso y se fueron. Cuando volvieron él le preguntó si podía vivir en su casa.

Claro respondió ella.

La historia duró sólo unos meses, como con tantos otros que la dejaron.


***

A Esther Bariloche le gusta en verano. En invierno hace demasiado frío y no lo disfruta.
Por eso en las vacaciones del 2013 se fue para allá. Sola, como le gusta viajar.
Paseó por la ciudad y fue al cerro Catedral. El tercer día contrató un remís para ir a Villa la Angostura.
La pasó a buscar temprano. Se puso anteojos de sol, camisola blanca, jeans y zapatillas deportivas. Se sentó adelante y empezaron a charlar.
El tour no incluía conocer los lagos y senderos poco difundidos al turismo tradicional. Pero Hans –el remisero– la llevó por allí. Luego de más de seis horas llegaron a La Angostura.
Caminaron juntos, siguieron charlando, se rieron. Frente a las montañas se besaron.
Volvieron a Bariloche y fueron directo al hotel Llao-Llao, donde se hospedaba.

El viaje que iba a ser de tres horas terminó siendo de once. Pasamos dos días maravillosos. ¡Le encantaron mis tetas! –contó.

Esther estuvo ocho años sin tener sexo. Desde que se puso implantes mamarios, a los sesenta y siete, no se había acostado con ningún hombre.

*Publicado en "Crónicas Interiores. Historias contadas desde adentro"

domingo, 16 de agosto de 2015

Hermanos



Hermanos

Mendoza, diciembre de 2007



Pili, ésa a la que no le gustan las muñecas.
Siempre que me acuerdo de ellos pienso en esta foto. En el momento de esa mirada entre esos dos bebés que no se decían nada y se decían tanto. Él con casi dos años. Ella con cinco meses.

Todavía no se sentaba sola. Él todavía usaba pañal. No hablaban y en esas miradas estaba todo.

Ignacio tenía un año y medio cuando nació su hermana. Ese día fue el primero que no durmió con sus padres y yo tuve la suerte de que durmiera conmigo. No lloró. No pidió ni por su mamá ni por su papá. A la mañana siguiente nos levantamos temprano y fuimos a la clínica a ver a Martina. Estaba toda hinchada y con el pelo aceitoso pegado a la cabeza. Ya se le notaban esos cachetes inflados y hermosos que sigue teniendo.


--Hola Marcccela –me dice Martina con voz grave del otro lado del teléfono. Hace unos días cumplió ocho años, me explicó con detalles cómo llegar al lugar donde le festejaban el cumpleaños. ¡Qué grande está la gorda! –pensé.


A Ignacio le gusta dibujar y es fanático de Independiente de Avellaneda. En unos meses va a venir a Buenos Aires por primera vez y una de las primeras cosas que vamos a hacer será conocer la cancha del rojo.


Ignacio,  Martina y Pili – la más chiquita, ésa a la que no le gustan las muñecas-- son mis sobrinos. Y son, también, mis niños preferidos.

viernes, 19 de junio de 2015

Curiosidad

Desde que hablo tengo curiosidad. La volví loca a mi mamá cuando me llegó la edad de los por qué. “Por que sí y punto” contestó muchas veces a mis insistentes preguntas. Angelina, mi tía, fue más paciente tal vez porque no me veía todos los días. Me dejó revisar durante años cada uno de los cajones desordenados y llenos de porquerías del aparador de su casa. Mi ritual era siempre el mismo: llegaba, saludaba a todos y me iba directo a los cajones. Siempre había algo nuevo, o al menos algo nuevo para mí.
 

Hace más o menos un mes, una tarde que llovía, salí de terapia y me encontré con Rubén –el encargado del edificio de mi analista– iba a la calle con una pila de libros.

–¿Una mudanza? –pregunté intuyendo algo.
 

–Nooooo! Los tiro.
 

–Pará, pará ¿puedo verlos?
 

–Sí, claro!
 

Rodolfo Walsh, Fiodor Dostoievski, Truman Capote, Ernest Hemingway, Hermann Hesse, Antone Chejov, Manuel Puig y Oscar Wilde son algunos de los que esa tarde se iban a mojar en la calle.
Por supuesto que había más, me encargué de confirmarlo.
Desde ese día, cada martes, cargo en mi mochila quince o veinte libros que tenían destino de container y que se salvaron por curiosidad.
Pili

–¡Ya nació! Me dijo mi vieja en un llamado telefónico rápido. Ahora me voy a verla –siguió.
 

Pilar nació un 26 de junio de esos días fríos, bien mendocinos. Es la menor de tres hermanos, le sigue a Ignacio y a Martina. Los tres son mis sobrinos.
 

Qué ganas de estar ahí –pensé. Pero no podía. Para ir hasta Mendoza necesitaba al menos tres días libres y hacía poco tenía trabajo nuevo. En vacaciones de invierno podría viajar. Para eso faltaban sólo unas semanas.
 

Cuando nacieron los hermanos de Pilar –Ignacio en 2005 y Martina en 2007- estuve en la clínica junto a mi hermana, mi cuñado y mis viejos. Pero cuando nació Pilar no. No pude. Y eso, y que nos veamos sólo una o dos veces al año, siempre me hizo sentir que ella no tendría la misma confianza que sus hermanos tienen conmigo.
 

La primera vez que la vi parecía un gatito recién nacido. El pelo oscuro bien pegado a la cabeza, los ojos hinchados y alargados. Estaba llena de ropa y dormía como veinte horas por día. Lo normal de cualquier bebé. Después, se le agrandaron los cachetes, se le redondearon los ojos y el pelo oscuro se empezó a aclarar.
 

–¿Te acordás cuando me regalaste una masa?
 

Desde que habla, suele repetirme eso en cada una de nuestras charlas telefónicas.
Sí, una masa amorfa, aburrida y olorosa es con lo que más le gusta jugar.
Entonces ahí sé que entre los regalos que le voy a hacer nunca puede faltar una masa.
 

Hoy cumple 5 años y me gusta que no le gusten las muñecas. Me gusta que cada vez que nos veamos me abrace fuerte y quiera dormir conmigo.
 

Y me gusta regalarle esas masas amorfas y olorosas y amasarlas con la Pili, como le decimos.

Siempre las chancletas

Mi partida de nacimiento dice que nací un 29 de octubre en San Martín, Mendoza.
Dice, también, que fue a las 12.20 del mediodía.
Mi viejo me dijo que cuando se prendió la luz de la sala de parto renegó porque era "otra chancleta" adelantándose a la novela de Arturo Puig. Y que ese día, cuando me tenía en brazos, el médico le dijo "Pepe, no te preocupés que los muchachos vienen solos".
A las 12.05 de este 29 de octubre de 2014 me llamaron mis viejos desde Mendoza. No hablamos muy seguido, pero para mi cumpleaños no fallan, esperan ahí a que se hagan las 12 para marcar el teléfono y saludarme. No tengo una versión romántica de los padres y menos de los míos. Pero ellos son los mismos que me cambiaron los pañales; los mismos que me bajaron la fiebre y me dieron los remedios; los mismos que me llevaron al jardín; los mismos que me hacían leer en voz alta las tareas; los mismos que me llevaron a la escuela de monjas y después me dejaron que no estudiara más en la escuela de monjas. Los mismos que decidieron que estudiase en una escuela técnica "porque era la mejor de la zona"; los mismos que querían una hija ingeniera o contadora pero les salió periodista. Y ellos, también, son los mismos que desde hace tres años cuidan a mi perra Fiona.
No hay caso con mi viejo ¡le siguen tocando las chancletas!


lunes, 15 de junio de 2015

Los socios del silencio*
A sesenta años del bombardeo a Plaza de Mayo



Trescientas ocho personas.

Que caminaban por la plaza, que viajaban en colectivo, que iban a trabajar, que hacían un trámite, que paseaban, que volvían de la escuela, que salían a almorzar. Todos  fueron sorprendidos con estampidos ensordecedores. Catorce toneladas de explosivos tirados a la Plaza de Mayo, a la Casa Rosada y sus alrededores.  Bombas que cayeron desde aviones de la marina de guerra y la aeronáutica argentina con un objetivo: matar al Presidente Perón.

En 1952 Juan Domingo Perón asumía por segunda vez la presidencia de la Nación. Había ganado con el 62 por ciento de los votos. Las políticas de pleno empleo, los planes de viviendas, la nacionalización del ferrocarril, la construcción de miles de escuelas primarias y secundarias, la gratuidad de la enseñanza universitaria, el voto femenino, la reducción de la jornada laboral a 8 horas, las vacaciones pagas, el aguinaldo fueron sólo algunas de las políticas impulsadas desde que el peronismo llegó al poder.


Trescientas ocho personas transitaban por las inmediaciones de la casa rosada el 16 de junio de 1955.

Las políticas populares que transformaban a los trabajadores en asalariados eran mal recibidas por los sectores oligárquicos de la sociedad, algunos del ejército y otros de la iglesia. Los beneficios de los que siempre había gozado la clase dominante ya no eran tales. El pueblo se empoderaba: por primera vez en la historia argentina los pobres no eran esclavos. La salud, la educación y la vivienda eran derechos consagrados por la ley.



En el bombardeo Perón no murió. Pero trescientas ocho personas fueron sorprendidas por las bombas y los disparos de ametralladoras y murieron. Mil quedaron heridos.


Así fueron los meses previos al golpe militar de 1955 que se completó en el mes de septiembre de ese mismo año.

Hace poco más de diez años un equipo de investigación de la Universidad de Lanús dirigido por el antropólogo e investigador Juan Besse se interroga cómo sucedieron los hechos, cómo fueron contados y cómo fueron callados. A 60 años del bombardeo, Viento Sur dialogó con Besse.


¿Cómo empezó la investigación y de qué se trata?

Empezó en 2005/2006 en la UNLa con un equipo que aún se mantiene. La investigación hace eje en pensar las políticas de la memoria sobre el golpe de Estado de 1955. Nos propusimos trabajar sobre distintitos modos de rememoración y conmemoración del golpe, las políticas de la memoria sobre ese año uno podría pensar que son, en algún sentido, asimilables a las referidas  a la última dictadura militar.


¿Y es así?

Muchos de los hechos que ocurrieron en el 55 son crímenes de lesa humanidad. La investigación se propone también conectar los acontecimientos del 55 y el tratamiento que recibieron con lo que sucedió después del 76. La marina y una parte de la aeronáutica fueron las que bombardearon en junio. Lo que resulta interesante es que todo lo que tiene que ver con pensar y rememorar la última dictadura militar  es lo que de alguna manera lleva a hacer un repaso de lo que pasó en 1955. Muchos de quienes estuvieron al frente del bombardeo del 16 de junio van a formar parte de los cuadros represores de la última dictadura militar Suárez Mason, Massera entre otros.

Tal vez la pregunta inicial de la investigación fue ¿Si esto no fue olvidado de qué manera opera el silencio con esos acontecimientos? ¿Cuáles son las causas del silencio?

En la medida que empezamos a trabajar con este tema el asombro fue tremendo. Al punto de descubrir en textos de José Luis Romero de 1965 y de Tulio Halperín Donghi de 1964, historiadores referentes de la historia política argentina, que los dos autores trazaron un paralelo entre lo que fue la masacre de civiles en la plaza el 16 de junio y lo que fue la quema de las Iglesias esa misma noche luego del bombardeo. Tanto en Romero como en Halperín Donghi hay una suerte de prefiguración de la teoría de los dos demonios a partir de la equivalencia que trazan. Ninguno de los dos dice que hubo muertos. Por eso uno de los ejes de la investigación se basa en cómo fue descripto y silenciado el bombardeo.


¿Y qué otras cosas se propusieron con la investigación?

Tratar de pensar en qué consisten las políticas de la memoria, de qué manera se usa ese término a veces un poco metafórico y algo laxo. Lo que fuimos viendo a lo largo de la investigación es que las políticas están trabajadas en distintos niveles porque además operan en distintos niveles, por ejemplo cuando el estado toma como propio el desafío de impulsar políticas de DDHH, esas políticas suponen políticas de la memoria. También se puede pensar las políticas de la memoria en términos de reparación, reparaciones materiales y simbólicas : convertir a la ex Esma en diferentes espacios culturales, la construcción de monumentos, la colocación de placas, la toponimia de las calles. Todo eso hace un trabajo que supone nombrar lo que sucedió y que da lugar al levantamiento de silencios.


¿Qué había y que hay en políticas de la memoria?

Hasta el 2005 no hubo políticas de la memoria respecto al bombardeo, políticas en el sentido de políticas públicas, salvo acciones muy aisladas, emprendimientos en soledad. Desde ahí en adelante sí hubo una proliferación de trabajos sobre ese hecho: documentales, actividades de las universidades, concursos, informes, investigaciones, colocación de placas, emplazamiento de un monumento, entre otros emprendimientos.

En 2010 se hace el primer Informe sistemático del Estado argentino con la reconstrucción rigurosa del listado total de víctimas[1].

Aunque la rememoración año a año es más tenue de lo que a uno desearía. No se insiste en el tema en relación a la magnitud del acontecimiento.


¿Qué te motivó a investigar sobre el bombardeo?

Razones políticas e intelectuales sin duda. En lo personal, algo del orden de la transmisión también, mi abuelo estaba cerca de la Plaza de Mayo el 16 de junio del 55. Ese día volvió muy tarde y con la ropa toda sucia, se tuvo que refugiar debajo de un colectivo. Mi abuela Inés siempre contaba que, por lo que había visto, mi abuelo lloró toda la noche. Cualquier persona que haya tenido una cierta edad ese día no puede olvidar lo que pasó. Los silencios son estatales, gubernamentales, políticos pero la gente que tuvo una vivencia así, o incluso no tan directa, no se olvida de acontecimientos  de esa naturaleza.


Los hechos, los antecedentes

“El hecho es excepcional, se trata de un sector de las fuerzas armadas que bombardea el centro histórico de la ciudad, la rersidencia presidencial y otros objetivos sin mediar aviso para llevar adelante el derrocamiento del Presidente en ejercicio. No hay antecedentes en el mundo de bombardeos a la población civil con esas características. Tenemos el caso paradigmático de Guernica que fue algo así como un ensayo llevado adelante por la aviación alemana e italiana en apoyo a la avanzada del franquismo sobre la República. Pero eran básicamente aviadores alemanes e italianos y produjo 87 víctimas, no 308”, aseguró Besse.


“El primer bombardeo del que se tenga noción sobre una población civil lo produjo Italia a la población libia, en un contexto de usurpación, de guerra colonial. No hay antecedentes en el mundo de que las fuerzas armadas de un país bombardeen a su propia población sin mediar declaración alguna. En ese sentido es verdaderamente excepcional. Me gusta recordar un dato: en los bombardeos de Alemania y Gran Bretaña, en el contexto de la segunda guerra mundial, se mantuvieron ciertas normas de cortesía hasta el verano de 1940, es decir se trataba de no bombardear a la población civil. El primer bombardeo alemán a la ciudad de Londres que produce muchas víctimas civiles fue el 15 de agosto de 1940, las víctimas fueron 62. Pensemos que era en la segunda guerra mundial, una de las guerras más crueles. El bombardeo del 16 de junio de 1955 en Argentina produce en unas pocas horas 308 muertos”.


¿Las muertes fueron producto sólo del bombardeo?
No. Cuando aparentemente los aviones dejaron de tener bombas, y antes de refugiarse en Uruguay, muchos siguieron haciendo vuelos rasantes disparando a la población con ametralladoras. Hay que tener en cuenta que el bombardeo empezó cerca de las 12 del mediodía. Los días previos había sido la marcha opositora al gobierno en el día de Corpus Christi y se había quemado una bandera, a raíz de eso hubo una acusación a los opositores. Por ese motivo, algunas personas se juntaron en la Plaza, por ese desagravio que supuestamente le iban a hacer a la bandera. Cuando comenzó el bombardeo se produjeron las primeras víctimas y obviamente hubo una situación de defensa de la Casa Rosada con las artillerías antiaéreas y los granaderos. Mientras el bombardeo continuaba con intermitencia muchos trabajadores se movilizaron hacia la Plaza en apoyo al gobierno. Cuando estaba por producirse la rendición, los aviadores antes de retirarse realizaron vuelos rasantes con ametralladoras por la zona: en la CGT, el bajo (Leandro Alem) y en Avenida de Mayo. Una parte de las víctimas fueron producto de los ametrallamientos de la tarde y no de los bombardeos de la mañana. El saldo: más de 300 muertos y 1000 heridos, algunos con mutilaciones muy graves.
 
*Publicada en Viento Sur, junio de 2015




[1] Bombardeo del 16 de junio de 1955, Investigación histórica del Archivo Nacional de la Memoria, Secretaría de DDHH del Minisiterio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, Presidencia de la Nación, 2010.